La disciplina impuesta y la disciplina elegida…

Escuchar mientras se lee

La disciplina es una herramienta poderosa, pero no siempre la experimentamos de la misma manera. Por un lado, está la disciplina impuesta, aquella que nos viene dada por la sociedad, las instituciones o incluso por nosotros mismos bajo la influencia de expectativas externas. Este tipo de disciplina suele sentirse como una carga, una lista de obligaciones que debemos cumplir sin cuestionarlas, generando muchas veces resistencia o agotamiento.

Por otro lado, está la disciplina elegida, un compromiso consciente con nuestros propios objetivos. Sin embargo, dentro de esta, también hay caminos distintos. Algunos optan por una disciplina rígida basada en la repetición mecánica de rutinas, lo que puede volver el proceso monótono y desmotivador. Otros, en cambio, practican una disciplina más flexible, una constancia adaptativa que tiene en cuenta factores como los niveles de energía, el estado emocional y las circunstancias del momento, sin perder de vista el compromiso con el crecimiento personal.

Esto no significa abandonar el esfuerzo cuando algo se pone difícil. Adaptarse no es rendirse, sino encontrar maneras inteligentes de seguir avanzando. Si un día la energía es baja o el ánimo no acompaña, en lugar de forzar una rutina fija, se puede ajustar la intensidad, cambiar la estrategia o enfocarse en tareas más adecuadas para el momento. La clave está en construir una disciplina sostenible, que nos impulse sin agotarnos y nos ayude a sacar lo mejor de cada situación.

Ian.

Hasta qué punto somos responsables

Venimos aquí sin manual de instrucciones. No conocemos nada sobre el mundo. No sabemos ni qué debemos comer. Todo nos lo dan hecho y aceptamos que eso es lo bueno o que parece, en principio, lo bueno. Muchísimas cosas pasan así a ser hábitos que se convierten en costumbres y en carácter. Vamos, el famoso aforismo «vigila tus pensamientos, porque se convertirán en tus palabras. Vigila tus palabras, porque se convertirán en tus actos. Vigila tus actos, porque se convertirán en tus hábitos. Vigila tus hábitos, porque se convertirán en tu carácter. Vigila tu carácter, porque se convertirá en tu destino.»

Fijándonos en ese aforismo somos responsables en el sentido de no controlar o de controlar nuestros pensamientos. Sin embargo, esta es una tarea ardua de llevar a cabo y al principio, cuando no se tiene costumbre de hacer esto, sobre todo en la juventud, es más difícil de controlar. Por lo tanto, no somos tan dueños de nosotros mismos como creemos y somos más irresponsables por ello. De todas maneras, la responsabilidad total no la podemos tener porque hemos cometido muchos fallos antes de tener cierto control sobre nuestros pensamientos y eso deriva en efectos nocivos o perjuicios para nosotros y los demás que vemos en el tiempo.

La cuestión es delicada. Existe luego una corriente de pensamiento que viene a decir que nosotros no somos responsables en absoluto de nuestros comportamientos y de nuestros actos porque todo está minuciosamente imbricado en una maraña de causas-efectos infinitos que escapan a nuestro entendimiento. Dentro de esta corriente la única “libertad” o “responsabilidad” que puede haber es la de subir en las capas de causalidad para ejercer la voluntad en capas más sutiles de causalidad y, por tanto, vernos menos influenciados por causas más bajas o más groseras que nos puedan afectar negativamente.

Visto de esta manera, llegar a ser la “causa primera” sería vivir la libertad total. A ello parece que hay que aspirar porque la otra vía es ser cada vez más víctimas de las causas de otros y sus caprichos por lo que seríamos, a efectos prácticos, cada vez más esclavos. Ya depende  de lo que cada uno quiera experimentar…

Ian.

No quedará nada…

Todo se olvida y todo se recuerda. No quedará nada de lo que hicimos y, a la vez, queda grabado en la memoria universal de alguna manera. Pero la verdad es que todo acaba por desaparecer. Nada permanece. Creo que al final todo implosionará o algo parecido y se reabsorberá en el noúmeno original. ¿Y esto qué importa?, podrás pensar. Pues precisamente sobre la importancia va el asunto, porque nada quedará, por lo tanto, todo lo que hagamos es baladí, no tiene mayor peso en la historia. Obviamente para nosotros sí debe tener cierto peso, no es lo mismo ir a desayunar que matar a alguien. Pero, a fin de cuentas, todo se disolverá en las arenas del tiempo.

Todas las obras de arte, toda la literatura, toda pintura, toda canción y música, todo desaparecerá. Cuántas veces ya habrán desaparecido civilizaciones enteras. Prueba de ello son las pirámides, por ejemplo. Civilizaciones mucho más avanzadas que nosotros en cuanto a tecnología que parece que se las llevó el viento y sólo quedan unas cuantas piedras muy bien puestas como testimonio. Es maravilloso y, de alguna manera, triste.

Es como si el tiempo fuera un gran escultor que desgasta con paciencia todo rastro de grandeza, dejando apenas ruinas y ecos de lo que una vez fue. Nos aferramos a nuestras creaciones, creyendo que pueden desafiarnos a nosotros mismos, pero al final, solo somos testigos de un ciclo interminable de ascenso y desaparición. Tal vez la verdadera inmortalidad no esté en la permanencia de las obras, sino en la repetición de la historia: nuevas manos esculpirán, nuevos ojos leerán, nuevas voces cantarán, y así, de algún modo, todo volverá a empezar.

Ian.