
Todo se olvida y todo se recuerda. No quedará nada de lo que hicimos y, a la vez, queda grabado en la memoria universal de alguna manera. Pero la verdad es que todo acaba por desaparecer. Nada permanece. Creo que al final todo implosionará o algo parecido y se reabsorberá en el noúmeno original. ¿Y esto qué importa?, podrás pensar. Pues precisamente sobre la importancia va el asunto, porque nada quedará, por lo tanto, todo lo que hagamos es baladí, no tiene mayor peso en la historia. Obviamente para nosotros sí debe tener cierto peso, no es lo mismo ir a desayunar que matar a alguien. Pero, a fin de cuentas, todo se disolverá en las arenas del tiempo.

Todas las obras de arte, toda la literatura, toda pintura, toda canción y música, todo desaparecerá. Cuántas veces ya habrán desaparecido civilizaciones enteras. Prueba de ello son las pirámides, por ejemplo. Civilizaciones mucho más avanzadas que nosotros en cuanto a tecnología que parece que se las llevó el viento y sólo quedan unas cuantas piedras muy bien puestas como testimonio. Es maravilloso y, de alguna manera, triste.

Es como si el tiempo fuera un gran escultor que desgasta con paciencia todo rastro de grandeza, dejando apenas ruinas y ecos de lo que una vez fue. Nos aferramos a nuestras creaciones, creyendo que pueden desafiarnos a nosotros mismos, pero al final, solo somos testigos de un ciclo interminable de ascenso y desaparición. Tal vez la verdadera inmortalidad no esté en la permanencia de las obras, sino en la repetición de la historia: nuevas manos esculpirán, nuevos ojos leerán, nuevas voces cantarán, y así, de algún modo, todo volverá a empezar.

Ian.