El océano de lo que no sabemos.

Lo que sabemos es un río, pequeño, casi un afluente. Va tomando aguas de aquí y allá, pero con cuentagotas. En su avance puede tomar más velocidad y de ahí que confundamos la velocidad con el tocino. Esa velocidad nos da la sensación de que ya lo sabemos todo. Nos hace flipar por un momento que puede durar años. Sin embargo, llegado el momento, deviene la humildad de saber que no sabemos prácticamente nada. También la soledad del desconocimiento.

Puede aparecer incluso el miedo a vivir porque se hace demasiado grande el mundo y todas las incógnitas que nos presenta. Todo es un absoluto misterio. No sabemos nada realmente. Bueno, algo sí, cómo andar, como escribir, como soñar quizá, pero hasta cierto punto. Porque no es lo mismo cómo escribe Miguel Ruiz o Isra Bravo o yo. Sin embargo, escribimos. Ese río va transitando bosques, estepas, valles. De cada sitio toma su aroma, su esencia, sus sales. Y el agua del río va cada vez más “contaminada” hasta que, llega un día en que da con el último meandro en el camino y luego tiene que enfilar su fin hasta el océano.

Allí en el océano se diluye y deja de ser río para siempre. En el océano es océano. Ahora todo es inmenso, también la inocencia y la humildad. Allí se conocen las corrientes marinas que son como ríos, pero mucho más grandes y potentes. Y al final se vuelve con el ciclo de las aguas a ser río, pero se vuelve a ser otro río, nunca el mismo que se fue. Todo está en continuo cambio y así ha de ser.

Ian

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